domingo, 6 de septiembre de 2009

Padre hay uno solo...

Mi padre se llamaba Norberto. Era hijo de Carlos y de Isabel. Fue hermano del Chiche. Fue el marido de María. Fue el padre de Carina, Carolina y de mí. Cuando murió, hace un poquito más de un mes, tenía 63 años.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero hacía el más sabroso café que jamás probé, siempre después de cada comida y lo servía en pequeñas tacitas para saborearlo despacito.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero pelaba las naranjas como nadie.


Mi padre no fue un gran hombre. Pero cuando yo tenía 10 años me trajo a Santa Fe a ver a nuestro querido Independiente, todavía me acuerdo de ese viaje, en cancha de Colón y ganamos 3 a 2.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero un día, cuando un chico más grande que yo, uno de los pesados de la cuadra, me estaba dando una paliza en plena calle, él apareció de la nada y cagó a patadas en el culo.

Mi padre no fue un gran hombre. Me enseñó a manejar, en el viejo Falcon 69, pero no me tenía paciencia y me dejó que lo haga solo, de manera que una siesta lo agarré, subí verde y debuté por mi cuenta paseando durante dos horas, maravillado de que semejante artefacto respondiera a mis movimientos. Cuando se lo conté, mi padre sonrió casi complacido, casi aliviado.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero lagrimeaba de orgullo cuando nos presentaba a y decía ‘Estos son mis hijos’. Lo decía con el mismo énfasis cuando éramos chicos.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero me enseñó a amar al negro Olmedo, al gordo Porcel, a Tristán, a todo cómico de esa estirpe y siempre decía que para drama estaba la vida.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero era el mejor público para contarle un chiste y a él también le gustaba contarlo, aunque en el medio del chiste se cagaba de risa solo.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero me enseñó, con sus actos, que un hombre sí puede llorar. Él lloraba de emoción o de dolor.

Hablé mucho con él este último tiempo, y le dije que esté tranquilo, que ya había hecho todo, y que disfrute de su vida, le agradecí lo que tenía que agradecerle y le hice saber que, por mi parte, no había cuentas pendientes entre nosotros.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero enfrentó a la muerte entero y vivo. Peleó con sabiduría, conocedor de que la batalla sería posible mientras hubiera equivalencia. Cuando sintió que ya estaba, que había hecho lo suyo, que las reglas de juego habían dejado de ser parejas, dijo basta.

No lo dijo como un derrotado. En su muerte, fue un modelo. Y no es poca cosa.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero murió como un señor. Sin degradarse, sin deterioro, sin corromperse, como una persona íntegra y consciente.

No huyó, no tuvo miedo, llegó vivo a su muerte. Y cuando lo vi en su cajón, su rostro era plácido, pacífico, como quien sueña sueños íntimos y felices o como quien observa deslumbrado algo que lo hará feliz pero de lo que no quiere hablar. Era, en ese momento y en ese lugar un viejo hermoso y sereno. Así nos despidió. Soltándose, soltándonos.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero fue honesto.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero fue amoroso.

Mi padre no fue un gran hombre. Y no importa. Los grandes hombres ocupan, a veces, demasiado lugar. Asfixian. Y son acreedores de deudas que nos hacen la vida más pesada. Visto así, por suerte, mi padre no fue un gran hombre.

En muchas cosas fue sólo un pequeño hombre. Pero más allá de todo fue algo más difícil y más importante. Mi padre fue un buen hombre.

Agradezco eso.

Gracias, papá, por tu vida…

No hay comentarios: