jueves, 26 de febrero de 2009

Que clase de intelectuales formamos en la Argentina.

Me tomo un respiro del quehacer político para hablar sobre que se considera ser intelectual en este país, o para desmitificar aquellos “iluminados” que creen que por que leen a tal o cual autor (que siempre habla de realidades europeas o norteamericanas y que acá repiten como si fueran dioses), sin saber, en muchos casos que quiso decir, pero que, a la “luz” de su pequeño saber, parecen estar preparados para opinar o decir cualquier cosa, conozco unos cuantos en Santa Fe, estudiantes, profesionales, simples vecinos.

 Este texto lo encontré en otro blog, pero me pareció interesante subirlo para que discutamos y pensemos cuál es el perfil que queremos como estudiantes de alguna carrera de grado o, como simples ciudadanos que se interesa cada día por superarse. Le hice algunos agregados propios, pero la idea que subyace es interesante.

Hace poco, encontré un viejo suplemento Radar Libros del diario Clarín, en el cual había una reseña de una mesa redonda que  se había hecho en Brasil con el título “¿Qué es un intelectual?”, o algo así.

Comienza con las palabras de Beatriz Sarlo,  que explicó de manera detallada, rigurosa y entretenida cómo se hacía un intelectual, en qué consistía, y por qué esta categoría entraba en crisis en los últimos años. Dio listas bien exhaustivas de lecturas y consumos culturales que definían un piso mínimo de la intelectualidad: Raymond Williams por un lado, el debate modernidad/posmodernidad por el otro, el cine de autor también; es decir, listó ciertos escritores, cineastas y teóricos que funcionan como contraseñas o claves de reconocimiento mutuo, gracias a los cuáles un intelectual puede reconocer a otro intelectual.

Luego de la disertación de Sarlo, Schwartzman (argentino que reside y trabaja en Brasil, antropólogo y escritor) comenzó su charla diciendo: “Escucho a la colega Sarlo y me maravilla que, a esta altura del siglo XX, se siga intentando definir a un intelectual por su consumo cultural y no por su producción.”

Es decir, que la postura definir la intelectualidad no como una disciplina productiva sino como una especie de entrenamiento personal del gusto, no es algo que sea propiedad de Sarlo sino que es, me parece, la impronta de la mayoría de la academia argentina, que, en grandes líneas, entiende que un intelectual se forma educándole el gusto para que aprenda a discernir lo bueno y evitar lo malo (cuantos mediocres piensan que por que leyeron a Bourdieu, Hegel o Kant, para dar un ejemplo, pueden hablar de sociedad o política, cuando ni siquiera conocen la realidad que pasa a la vuelta de su casa).

Por supuesto, el antecedente de esta postura es que aquello que es bueno sólo puede definirse en oposición a algo que es malo, y lo malo es por definición lo popular. Cultura alta, cultura popular: categorías decimonónicas que continúan vivitas y coleando en nuestro medio universitario, que se enorgullece de formar críticos de la cultura.

Las carreras que tienen que ver con la cultura están llenas de materias en donde se aprende a valorar la cultura alta y se ignora, o se denosta la cultura popular o masiva. Las materias sobre medios detestan la televisión, las que reflexionan sobre la tecnología enseñan que la Internet eliminará el pensamiento crítico, las que piensan sobre la política en los grupos populares la explican con el clientelismo o el populismo peronista.

En cambio, en otros lugares como en Brasil se estudia la música popular brasileña con mucha seriedad o en Cuba, que hay profesores universitarios especialistas en los ritos afrocubanos. Pero acá, por alguna razón que habría que comprender, hay intelectuales que reniegan del fútbol o de la cumbia como fenómenos culturales.

Es decir, entonces, que la cumbia como Los Palmeras, el fútbol,  el Gauchito Gil, el rito del asado, Francella, Porcel y Olmedo, porque no Tinelli o el producto que nos ofrece la televisión y los festivales folklóricos de todo el país siguen esperando que alguien vaya y los estudie en serio y no sean estigmatizados.

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